FRANCISCO IGARTUA
Oiga 26/12/1962
El tiempo es una realidad, pero
su división en horas, días, meses, años y siglos en relación con los
movimientos del planeta y el sistema solar es una convención. Al concluir 1962
la noche del 31, no habrá cesado el curso cronológico de la vida y la tierra.
Pero la convención tiene una finalidad menos ordenadora que psicológica.
Necesitamos creer que el Año Nuevo nos reserva cambios favorables para nosotros
y para los nuestros. Nos exigimos esta esperanza y la celebramos casi con la
convicción de que el deseo alentado hondamente en el límite de la hora cero
entre los dos años, el que se va y el que viene, se cumple.
Sin embargo, no se entienda que
al aludir a la convención y a la credulidad en la idea mágica del Año Nuevo
descartamos que, en el fondo haya algo de cierto en el ceremonial del último
segundo de la noche del 31. Al final debe obrar como estimulante de la buena fe
humana, examen de conciencia y propósito de enmienda al mismo tiempo, como reza
el viejo catecismo cristiano.
Pasada la Nochebuena, en que en
torno al árbol -viejo símbolo familiar- el hogar recupera su sentido
comunitario, sobreviene la fecha que clausura la etapa anual. Está bien, porque
así se complementan, la vecindad de estas dos efemérides. Para ti una nación
como el Perú, que los peruanos estamos en la obligación de realizar plenamente,
el Año Viejo y el Año Nuevo nos permiten hacer lúcidos los deberes perentorios
de sacar al país de su atraso, de fundar una comunidad solidaria y justa, de
elevar su nivel en todos los órdenes hasta alcanzar a los primeros y, si es
posible, superarlos. Que nadie prescinda, en la reflexión de fin de año, de
esta obligación, a veces más moralmente compulsiva que la que atañe al éxito
personal y a la dicha en lo exclusivamente individual.
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